martes, 2 de enero de 2007

Invierno

Invierno. Veo los copos caer lentamente, deslizándose por el aire hasta posarse con suavidad sobre la nieve y casi entiendo por qué a mucha gente el invierno les produce una sensación de melancolía. A mi cada uno de esos copos me trae a la memoria momentos vividos hace ya tanto tiempo…

Por cada copo que cae recuerdo aquellas largas noches de invierno, cuando nos reuníamos toda la familia en torno al hogar y la abuela nos contaba historias de cuando era joven. Algunas asustaban a mis hermanos pequeños. Entonces, mi madre les cogía en brazos y les cantaba al oído, susurrándoles hasta que se calmaban y dormían. Otras veces cantábamos, sobre todo en Navidad. En esa época el pueblo olía a los dulces que preparaban las familias y cada casa tenía una corona de ramas de abeto entretejidas colgando en la puerta. Los niños las hacíamos poco antes de las fiestas, compitiendo para que nuestra puerta quedase mejor decorada que la de los demás vecinos. Mi padre tallaba campanillas y renos de madera que luego colocábamos en nuestra corona. A veces hacía muchos y los vendía por otros pueblos o se los regalaba a los niños para que jugasen con ellos. Cuando yo era pequeña hizo una muñeca de trapo, la rellenó con el serrín de las figurillas que esculpía y me la regaló por navidades. Era la muñeca más bonita que había visto nunca, con sus labios rojos, teñidos con jugo de alguna baya y los ojos negros, hechos con dos botones que le dio la abuela. Los siguientes años, mis regalos de Navidad fueron vestidos para mi muñeca. Cuando crecí y dejé de jugar con ella se la regalé a la hija de mi hermano mayor, con todos sus vestiditos y complementos como mi regalo de Navidad. Aún puedo ver la luz de su sonrisa agradeciéndome el regalo.

Recuerdo también las grandes nevadas, cuando teníamos que pasar días enteros sin salir de casa, con todos los postigos cerrados y el viento aullando a nuestro alrededor. Dormíamos todos juntos, tapados con muchas mantas, pues el frío se colaba por todas las rendijas de las paredes y trataba de congelarnos los dedos de los pies. El fuego pasaba todo el día encendido y, al acabar la tormenta, salíamos a buscar leña al bosque para completar nuestra reserva, que casi se había agotado. Salíamos en grupos grandes porque los lobos estaban hambrientos y era peligroso encontrarse con uno a solas. Todos volvíamos con grandes haces y a mi me solía doler la espalda los días siguientes de cargar con la leña. Un año nevó tanto que apenas podíamos abrir la puerta de casa, hubo que salir por las ventanas a limpiar la calle y cuando lograron apartarla de los caminos el pueblo estaba rodeado de gigantescos montones blancos.

Lo que más me gustaba del invierno era, sin duda alguna, jugar con la nieve. Hacíamos muñecos en la plaza de la aldea, decorándolos con ramas y ropa vieja. A veces los dejábamos sin decorar y luego los destruíamos lanzándoles bolas de nieve hasta que los que vivían en las casas de la plaza nos reñían por manchar de nieve sus fachadas, con lo que teníamos que irnos a las afueras del pueblo a continuar jugando. Teníamos trineos de madera, con los que resbalábamos cuesta abajo por los terraplenes o a los que atábamos a los perros para que nos arrastrasen por la nieve. Otras veces hacíamos batallas de bolas de nieve en el bosque. Nos escondíamos tras los árboles y había que tratar de golpear a los demás y acabar con el menor número de bolazos posible, pero cuidando no dar demasiado fuerte a los más pequeños. En una de estas batallas, cuando yo ya no era tan niña, una bola que venía del chico más guapo del pueblo me alcanzó en la cara. Corrí tras él para devolvérsela y nos alejamos del resto del grupo, él se paró bajo un brote de acebo y cuando yo llegué a su lado me dio un beso. Fue algo tan cálido en el frío día que hacía…

Pero ya no queda nada de eso, la plaza está vacía, por los terraplenes ya no bajan trineos con
niños sonrientes ni entre los árboles del bosque volarán más bolas de nieve en busca de alguien a quien golpear. Ya no hay más coronas de abeto colgadas de las puertas ni campanillas talladas en la madera. Ahora nadie quitará la nieve que se amontone en las puertas, ningún abuelo contará historias junto a la hoguera. Mi pueblo es un pueblo fantasma, devastado en una absurda masacre fruto de una de las muchas guerras que asolan el mundo día a día. Hoy ya no queda nadie, pues todos murieron en la matanza. Hoy sólo quedo yo para gritarle al mundo, mientras pueda, que ya no hay inviernos para mi aldea.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho. Es sencillo, como la forma de narrar.
¡felicidades!
y siento no escribir nada mas, que tengo sueo, ñeee ¬¬

Tea Girl dijo...

Bonito relato.

Ahora como apenas nieva... :(


Un beso!

Darka Treake dijo...

Joe... Qué pena que haya sitios así, eh?
Y todos los sitios donde los niños aun juegan, y que pronto se quedarán vacíos por esas mismas razones...
Y ellos ni siquiera lo saben.

Es una pena...

Muy buen relato, muy tierno, salvo el final... Un buen final.

Darka.

Tamaruca dijo...

Qué bonito...

¿Sabes? Este año aquí aún no ha nevado y lo echo de menos. Un paisaje nevado tiene magia :-)

Muackiss!!

P.D. ¿Cuando te perdiste dentro de tí misma? O.O

beyo dijo...

Pues aquí no ha nevado nada, y mira que suele. Aunque mejor. Así no me entero de que llegó el invierno.

Anónimo dijo...

Invierno. Veo los copos caer lentamente, deslizándose por el aire hasta posarse con suavidad sobre la nieve y casi entiendo por qué a mucha gente el invierno les produce una sensación de melancolía.

I LOVE IT. como te dije Me ha gustado mucho. Es sencillo, como la forma de narrar.
¡felicidades!
eso