viernes, 30 de mayo de 2008

C'est la vie I


Quince de noviembre en una gran ciudad. París. Llueve con la apremiante tranquilidad de la monotonía, de las gotas que caen donde siempre y empapan tejados, paredes y calles. Es un barrio tranquilo, de aire bohemio y antiguo. Los árboles de las plazas respiran efluvios de ensueño, de mundo, de amores entintados en blanco y negro.

Una calle secundaria, mal iluminada. Rue Laplace, portal número once. En lo alto de una escalera hay un estudio abuhardillado. Grabado en el letrero de la puerta se puede leer, entre manchas de óxido, Pierre Bombain y, en letra más pequeña, Artista desahuciado.

Cinco minutos para las seis de la tarde y tres meses después de que Marla marchase con la promesa de no volver jamás. Los geranios junto al tragaluz se han secado y de vez en cuando la bombilla parpadea anunciando su próximo fin. Pierre está sentado frente a un folio en blanco, al igual que ha hecho los últimos noventa y dos días de su vida. A su derecha, una pluma junto a un cincel de escultor. A su izquierda, lápices, carboncillo y pinturas pastel. Parece que la creatividad marchó junto a ella.

El reloj de cuco da las seis y Pierre se siente con hambre. Coge su abrigo y baja a la calle. A apenas dos manzanas de su casa entra en un bistrot. Como acostumbraba a hacer antes de la marcha de Marla, se sienta en la tímida penumbra de una mesa junto a la ventana, alejada de la barra. ¿Qué desea, monsieur? Caramba, ni te había reconocido, Pierre. ¿Lo de siempre?

Un croissant dorado acompañando a una taza de chocolate humeante, el mejor de la zona. Aún no le traen la cuenta, saben que pedirá un café. Apenas empieza a probarlo un aire fresco agita las hojas del diario que tiene cerrado a su lado. En la puerta hay una joven. Unos veinticinco años. Nariz fina, ojos grandes y manos bonitas. Saluda al camarero con la cortesía de quien aún está cogiendo confianza. Su mirada y sus pasos comienzan a dirigirse hacia la mesa de Pierre… No, está ocupada. Ese debe de ser el artista que me señaló la señora Lapin. C’est mignon. Un poco desaliñado, quizá. A ver, otra mesa…

Se sienta dos mesas más allá, frente a Pierre, y abre un libro. Un café solo y una crêpe con chocolate, como todas las tardes. Pierre la observa sin disimulo. Parece nueva en el barrio, había elegido mi mesa. Esto me pasa por estar encerrado durante tanto tiempo. Pero aún eres joven, Pierre. Sólo han sido tres malditos meses y sabes que ella no va a volver. Es más, ni siquiera la quieres. Olvida esos estúpidos escrúpulos e invítala a tu mesa, a su mesa… Bah, la vida no es una historia de amor, idiota, ¡déjate de tonterías y aprende de una vez de los golpes pasados!

Pierre acaba su chocolate rápidamente y se acerca a la barra a pagar. Deja el importe del croissat, el chocolate y el café que no ha llegado a pedir y marcha deprisa, cabizbajo. En el bistrot, la joven le sigue con la mirada y luego vuelve a su lectura. No logra concentrarse. Cambia de posición. Cruza las piernas. La izquierda. La derecha. Se acaba el café, deja el dinero en la mesa, sobre la cuenta y sale a la calle. Está a punto de ir hacia su piso, pero retrocede y se pasa antes por una vieja librería. Alicia en el país de las maravillas. Una edición antigua, de segunda mano y bastante usada. El suyo lo regaló a alguien hace ya muchos años. Bueno no, sólo siete. Hay que ver cómo pasa el tiempo. Retoma su camino a casa. Rue Laplace, portal número once.







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